En la boca un pedacito de
cereal perdido entre las muelas. Más allá de la ventana el ruido de los coches,
el ir venir de la ciudad. Lucía dejó su desayuno a medias y fue a mirar por la
ventana, fue a perderse como todas la mañanas. Después regresó a la mesa. Tomó un plato
y echó un pedazo de pan mordido a la basura.
Sólo era cuestión de tiempo para que recargara su
mentón en el umbral de la ventana, de aquel agujero que le dispersaba los pensamientos.
Ya instalada en su sitio se dedicaba a jugar con sus pensamientos. Ella había
llorado ya lo que había que llorar. Había descubierto lo que había que
descubrir. Era todo. Los hechos la habían envuelto en meditaciones, pero hasta
eso se había terminado.
Y así empezaba todo. Lucía se dictaba el día en la
cabeza. Tenía muchos deseos de vivir algo del pasado, meterse de pronto en una
escena vivida y modificarla. Jugaba a
ser Dios. Quería vivir de su sueño. Sin embargo, lo mismo daba.
El camino se abría, quería hablar de algo de lo que
ya no podía hablar. Quería entender algo que no podía entender. Y vivir de eso
también. Pero no podía. Se vestía entonces todos los días como para vivir eso
que no viviría ya más.
Y entonces todo empezaba de nuevo.
No, se decía. Por aquí sólo yo empiezo. Por aquí
nadie más me alcanza. Y continuaba pensando, conduciendo hacia al trabajo,
curándose. Horas conduciendo del trabajo a casa… y curándose. Y le encolerizaba
pensar en estarse curando porque odiaba la idea de que existiera siquiera algo
de lo que había que curarse.
Y lloraba de nuevo. Había llegado su mente a una
estación nueva en donde su tren se detenía porque había llegado a alguna parte.
Y después seguía su rumbo hacia otra y de nuevo el llanto cuando la máquina
paraba. No sabía qué tan largo iba a ser ese viaje. Sólo sabía que estaba
conociéndose a sí misma a través de sus personas.
Esas personas a las que desconocería apenas las
forjara en su memoria. Se decía que lo que más le dolía a veces eran sus
adioses. Los adioses dolían en el pecho y en la boca del estómago, justo ahí
donde uno se ponía los dedos y el adiós chillaba.
Le dolían a veces sus motivos y esa cosa tan
importante que parecía ya no estar aquí ni en ninguna época. Esa
importancia que llegado el momento se convertía en una obra de arte que la
hacía llorar a mares entendiendo el mundo en un pedacito muriéndose.
Mecánicamente la vida volvía a tener un sentido.
Los momentos volvían a ser unos, doses, treses. Y
las calles, tiempos. Y los amores, pensamientos. Los
dolores, fuerzas. Pero lo más difícil para Lucía era la disparidad.
Había atravesado por algo desigual y
diferente. Algo que le dolía cuando reía y que despertaba cuando
dormía, algo que le apretaba los ojos, las venas, el corazón.
Y no, no tenía miedo, se decía. Quería volver a ser
Lucía en dos frases que reflejaran lo mismo que reflejaban antes, pero lo único
que podía hacer era resignarse a las mismas dos frases llenas de
ideas dispares, convertirse en algo que pudiera ser ella, pero nada se le
ocurría. Esta vez era empezar sin recuerdos, buscarse con tino el
momento para entrarle a la vida como le entraba cuando niña a
brincar la cuerda que los amigos movían en círculo.
No tenía palabras para conjugarse la vida ya,
ni siquiera ganas de entrarle al juego de la cuerda, pero tampoco podía
quedarse ahí, mirando. Así que se mordió la lengua, se puso un vestido de
calle y salió a andar en bicicleta.