A
través de la ventana.
Por Naila.
Sentada en el pretil de la ventana veo pasar personas de todas las edades, mujeres jóvenes, mujeres de la tercera edad, viejitos, niños, adolescentes van y vienen. Unos con paso apresurado, otros tranquilos, meditabundos, distraídos. Algunos me reconocen y me saludan, otros esquivan la mirada, disimulan no verme, cuando es evidente me han visto, porque nuestras miradas se cruzan. Creo, están acostumbrados que lleva años la ventana cerrada y la cortina no deja ver nada. Una cortina que hace juego con el decorado de la casa, es de manta, en tono crudo y combina con los muebles, todos de madera, las paredes tapizadas también de madera. A través de la ventana muchos tratan de ver algo, se asoman más que nada por curiosidad o quizá por morbo.
Los rumores del pueblo dicen que se enfermó, que se está muriendo de tristeza desde que murió su hija. Se refieren a mi madre, saben que Natalia, mi hermanita, falleció hace 5 años, que se fue de una forma trágica, con toda una vida por delante, tenía 16 años. Y por eso los vecinos se asoman con frecuencia a la ventana y tratan de averiguar qué pasa, quieren ver si en realidad mi madre se está muriendo de tristeza así como se dice. Además saben que esa ventana lleva más de cinco años cerrada. Sin prudencia se asoman para tratar de indagar algo. Cuando se tropiezan con mi mirada se asustan, se asombran, no se imaginan que estoy sentada en el pretil viendo a la gente pasar. Lo hago para distraerme un poco, para ver qué hay afuera, es como asomarme al mundo, para salir de la rutina, porque en efecto mi madre se esta muriendo de tristeza, también de otras cosas, como consecuencia de su profundo dolor ya se complicó su estado de salud, pero todo inició por la inmensa tristeza que le provocó la muerte de Natalia.
Desde que era niña hacia
eso, me sentaba en ese pretil de azulejo, color amarillo con azul, un azulejo
frío, pero ese frío me agrada porque la temperatura de Arriaga oscila entre los
38 y 42 grados. El calor en Arriaga, Chiapas es sofocante, al ser un lugar que pertenece a la costa, Arriaga esta a 40 metros sobre el nivel del mar. Algunos de los que pasan si me saludan, otros sólo me sonríen,
muy pocos son los que se acercan y me hacen plática. Sentarme en la ventana es también con el fin de buscar aire, el calor me ahoga, y más el ambiente de la casa, ver a mi madre irse cayendo poco a poco, me desgarra por dentro, siento una gran impotencia, por eso busco otros aires, pero como la calle da a un callejón, no corre
mucho el viento, no siento la frescura que busco.
Estar sentada en ese pretil
no sólo es para ver pasar a la gente, también es para remontarme a los años de
mi infancia, cuando estaba chica y mi madre estaba bien, llena de vida, con una gran fortaleza, incluso Natalia no existia; y ahí me sentaba horas y horas a comer mango-piña, sandía, papause, coyol, almendra, las frutas que más se dan por acá, iba y las cortaba en el patio de la casa, con mis golosinas, me sentaba en el pretil de la ventana, una de las cosas que más me gustaba ver pasar, eran los carretones, en ningún otro lugar los he
visto, siempre llevaban carga: frutas, verduras, sillas, mesas, marranos, lo
que la gente necesitará transportar, me gustaba verlos, me gustaba ver con que
docilidad el caballo que los dirigía, obedecía a cada golpe del carretonero,
casi siempre con un chiflido y un fuetazo en el lomo, le daban la órdenes a los
caballos, ellos obedientes y con un paso lento llevaban su carga a cuestas. La
carga era doble porque también sobre su lomo cargaban el peso de la carreta, las
cuales eran hechas con tablas de madera, o más bien con pedazos de tablas,
desperdicios de algún mueble. Las tablas sin pintar, viejas, muy viejas, se les
veía que los años habían pasado y dejado huella en ellas, a las tablas las
sostenían barrotes de fierro, un fierro pesado, macizo, despintado por el uso, más el peso de la carga que llevaban y por
supuesto el peso del carretonero. Cada que oía el sonido de las herraduras del
caballo con el contraste de las piedras sabían que ahí venían, que no tardaban
en pasar frente a la ventana. Otras
veces el olor a caca de caballo me anunciaba su pasada, porque se iban surrando
por todo el camino.
Me quedó horas sentada en el pretil de la ventana, tratando de revivir los años en que mi madre estaba bien.
Me quedó horas sentada en el pretil de la ventana, tratando de revivir los años en que mi madre estaba bien.
A través de la ventana,
también veo pasar a los centroamericanos, quienes acaban de bajar del tren,
esperando nuevamente su salida dos días después, para retomar, seguir su camino y logar cruzar el país, cumplir el famoso sueño americano. Todos los días pasan y así como desde hace años; sólo piden comida, no hacen daño, no insultan si dejo 5 kilos o 10 kilos de
tortilla con el salero a lado, en el pretil de la ventana, todo se acaba. También les pongo agua, para
mitigar un poco su sed. Desde la ventana no veo el tren, a pesar que la
estación del ferrocarril esta a una cuadra, pero si oigo el bullicio de los emigrantes
que están bajando para pedir ayuda. Es triste ver en su rostro la mirada de
ilusión por cruzar el país, llegar a la frontera y poder cumplir su
objetivo, buscando una mejor calidad de vida, pero también veo en sus miradas
la incertidumbre, pueden quedar tirados en cualquier lugar, ellos saben que
la muerte los asecha, el ir en el “Lomo de la bestia” es retar a la muerte
para buscar mejor vida, que contradicción. No identifico de qué país son, todos a simple oído
tienen el mismo sonsonete, aunque sé de antemano que pueden ser guatemaltecos,
hondureños, salvadoreños, pero a simple vista se ven iguales. Todos están
tatuados con la misma etiqueta, dolor, hambre, sed, desesperanza y a la vez
ilusión, pero más que nada se les ve que la muerte lo vigila.
Todo eso veo a través de la
ventana. Hay ratos que no se oye nada, que no pasa nadie y pienso que son
instantes para meditar qué más puedo ver, sin ver, a través de la ventana.